En nuestros días los antropólogos, los teólogos y otros logos están haciendo añicos la ley de evolución de Darwin. Para quién no lo sabe, el señor Darwin decretó en su día, hace unos siglos, que los ancestros de los humanos son los simios.
Quizás tengan razón los señores que se basan unos en la ciencia más reciente, la de la genética, y otros en la fé, pero yo no puedo salir del asombro del parecido entre las dos especies. Aparte del parecido físico extraordinario – y tanto que lo hay – hay montones de hábitos comunes también. Por ejemplo las dos especies se rascan. Y además se rascan sin pudor en público. Se rascan la cabeza, se rascan la tripa, se rascan el culo… Sí, lo he dicho bien… Sin ningún pudor.
Otro aspecto: andan balbuceando bla, bla, bla, bla, sin tener a nadie alrededor. (Si te paras en una esquina con afán de observador lo verás.)
Otro aspecto: al comer pipas escupen las cáscaras a los cuatro vientos. ¿Han dicho ustedes algo del pudor? No, no hay pudor.
Otra cosa: los machos, a menudo, se tocan los huevos, literalmente. ¿Han visto algún perro tocándose los huevos? ¿O algún caballo? ¿Cocodrilo? ¿No? ¡Pues eso!
Pero la más clara semejanza de hábitos es el sexo oral. Aquí hay que añadir que, conforme con Bill Clinton, el sexo oral no es de todo sexo sino un comportamiento inapropiado. Sea como fuera solamente simios y humanos lo practican. Asiduo.
Quizás los señores de la nueva teoría, los… logos, no lo hacen. ¡Hay de todo!
¿Pero qué más da quienes son nuestros ancestros? Nosotros somos los mejores. (Puños en el pecho como los gorilas)